A veces se contemplaba desde fuera de sí mismo como viendo todo desde el techo pero en realidad estaba sentado en el gran sofá donde cabían dos, sin embargo solo era él. Se miraba los brazos y los encontraba vacíos, preparaba las palomitas de maíz con pizcas nobles de sal mientras el televisor le regalaba una imagen blur en blanco y negro. Si compraba helado, no había a quien invitarle la otra cuchara. No había besos, no había risas que se mezclen en el aire haciendo de la tarde el fondo de escena de un domingo.
Cuando esos días de lluvia acida llegan no me queda más que su refugio en el lado oscuro. Porque solamente ahí suele olvidarse del “buen chico” que fue y odiar todo lo que orbitaba a su alrededor. Desde los exámenes de la universidad que aplastaban su cerebro como una plastilina en la manos de mocosos que aprende a leer con tartamudeos, hasta las personas en que confío y le clavaron con puñales donde no les basto la espalda sino que siguieron hasta dejarlo descuartizado, y aquellos que lo quieren siempre sufren las consecuencias de lo que eso implica.
Con paciencia que no recae sacaba una a una las canas de las patillas, aquellas que no alcazaba a ver las teñía. Las pestañas se maltrataban en el manoseo de la mano que solo trataba de aclarar la vista. Sus dedos se rascaban con la piel dejando rastros de mugre en las uñas. El sudor no vacilaba en bañar su piel dentro de la sauna osero mientras las gotas hacían vapor cayendo en el suelo caliente.
Su corazón se había descompuesto, ya no sabía latir sin necesidad de querer. Era necesaria aplicarle una llave de lucha libre para que deje de saltar cada vez que recordaba el gran amore que nunca concretó. Que siempre pensó compartir con el aire mientras jugaban a arrojar piedras al mar. Ahí donde nadie los buscaba, donde nadie interrumpía la soledad de ambos. Se sentían ambos una cometa que se alejaba del mundo con el hilo inagotable mientras se hospedaban entre las nubes para que casi regalen lluvia.
En las décadas pasadas pretendió enfriar todo aquello que le producía afecto. Prometió un nunca jamás. Y si nadie lo perseguía a él, podría superarlo ocupando su vida en el trabajo. Dejo los poemas con olor a menta por las camisas de cuello mao. Ahorco su ternura con las corbatas y ató todas las agujetas de sus palabras llenas de un positivismo que nunca recaía.
En las tardes se despedía del día mientras quitaba el polvo a sus anteojos. Lustraba sus botas para que al día siguiente pudieran ensuciarse nuevamente. Alimentaba al perro, al pez dorado y al loro. Y nadie lo movía de la silla junto a la mampara. Llenaba la tina luego hasta el tope, y el agua se desbordaba cuando se sumergía en ella, hundía su cuerpo níveo con pecas en las espalda y meditaba bajo el agua, probándose a si mismo que después de dos minutos aun siente ganas de vivir y eso lo pone contento, y saca la nariz a la superficie seguida de una sonrisa.
La tetera cantaba el té, y la escoba hacia su baile con sus manos, mientras el reloj le regalaba las 6. Se sacaba la gorra por insistencia de la comezón en la calva. Y las cejas las movía solo para ejercitarlas. El pañuelo aguardaba en el bolsillo, para otra sesión de depresión. Pero a veces esperaba eternamente, no podía permitirse llenar de agua sus mejillas cuando estas olían a aloe.
Prefería el olor del maiz pegado en la olla, y la película de las 8 en el gran sofá. Donde entran dos pero solo había uno. A veces cuando acababa la película se quedaba con el final. Buscando una historia más allá, pensando que remotamente en un universo paralelo, su vida es un largometraje. O simplemente otras veces sin saber que decir, se quedaba quieto y su cabeza sonaba como un teléfono descolgado.
De eso se alimenta nuestra mano, cuando no tiene donde enlazar los dedos. De la nostalgia. De la soledad. De la escases. De la frialdad. No quedaba nada en esa habitación cuando decidía quedarse en estado de coma, mirando el espejo que le regalaba todo lo que era. Y daba señales de vida cuando fruncía el ceño en señal de inconformidad.
Y desde la esquina de la calle sentada en el farol con vista a la ventana abierta, sentado aguardaba su ángel negro. Temiendo dar un paso en falso. Dudando si ir por el o dejarlo ver el espejo aun más tiempo, quizás segundos, quizás años. Un beso paso por los ojos del hombre, y detuvo a la lagrima que estaba a punto de suicidarse desde el parpado. Memorias de la mente que juega con nuestros ánimos, pensaba.
El aire acondicionado se escuchaba con mayor claridad, y los pasos del gato esos que nunca en tu vida escuchaste, también. Que silencio más exquisito, digno de disfrutar. Seguía derramándose los recuerdos de sus pies dejando rastros en la arena salada y él detrás persiguiendo a la manada de huellas que hacían su aire escaso mientras corría sin obligación detrás de ella.
En sus viajes mentales sin necesidad de equipaje, era el hombre más contento. Esa cara era solo un sinónimo de la dicha plena que se consigue solo en el paraíso. De a pocos todas las razones lógicas para vivir se acomodaban en su mesa de noche dándole la bienvenida al sueño y un valido amanecer. Sus días azulados eran las más profundas grietas que llevaban a una subida de magnitudes imposibles. Se sentía azul, y azules eran sus ojos cuando la recordaba, marrones cuando la quería, verdes cuando la gozaba y negros cuando la vio partir. Como se detiene esa hemorragia de impotencia. Su rabia hacia cortes en sus manos de tanto oprimir los puños. Pero los días siempre serán grises porque gris están sus ojos que solo sabían mirar azul.
#G
Anoche, Gercar lo dijo
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