El más crudo aire resbalaba sobre las húmedas grietas que del asfalto nacen, a causa del clima de la Lima gris. Eran exactamente las once de la noche, hora en las que todos se escondían dentro de sus bufandas ornamentadas de flecos y algunas con estampados escoceses, mientras que las orejas mas quebradas disimulaban su falta de calor bajo los chullos; mis pies congelados pero aun en movimiento se detuvieron al borde del abismo entre la vereda y la autopista, deslice mi mano abandonando el acogedor bolsillo que la hospedaba, para detener la máquina de hojalata que anunciaba su llegada con luces cegadoras. Se detuvo entonces al borde de mis dedos, rápidamente me cogí de la bestia y como si de un examen se tratase me deposite sobre el primer asiento vacío y sin respirar un segundo se enrumbó a todo motor.
El pasamanos estaba hecho un tempano a lo largo del espacio que si pudiera hablar renunciaría a su patética labor de apoyo a los viajeros. Los resortes necios todos, permanecían fuera de las parchadas butacas que se ordenaban como soldaditos una detrás de otra, donde el coronel no era otro más que el chofer.
Una vez instalado, y con todos los grados del mundo bajo cero, no me importo el titubeo de mi garganta y mucho menos el vibrar de mi cobardes dedos, velozmente despojé del gatillo a la ventana y deje que la naturaleza nocturna hecha corriente penetrara mi nariz, haciendo de mis sentidos una fiesta de sensaciones. Deje que de mis cabellos se apoderara golpeándolos salvajemente unos con otros armando una melena que me daba un poder tácito. Era el viento el único daño que me podía transigir era su magia la que me regalaba en cada bus con mi ventanilla abierta al límite. Un obsequio al que no me podía resistir.
Tal era mi vanidad por obtenerlo que me mofaba en la frigidez de los peregrinos que se desplazaban dentro del mismo vehículo. Era un momento del que yo me apoderaba donde nadie más podría entretanto entender mi deseo de permanecer hipnotizado con las melodías sigilosas que exhalaba aquel elemento, que se hizo para mover a las velas naufragas en altamar o hacer andar las aspas en los molinos del Quijote. De alguna forma aquella ventana no solo me conectaba al exterior del coche sino tambien era una entrada a mi mundo donde solo yo sabia las reglas del juego pues yo las creé.Nada parecía derrotar mi batalla.
-“Cierra ese vidrio”- se escucho tras mi nuca. –“Por favor”, finalmente clamó, la venerable mujer que a falta de las virtudes de la juventud, tiritaban sus pellejos y castañeteaban sus únicos dos molares. Y pues a regañadientes azote la ventana al marco metálico donde se empotraba el gatillo.
El puchero nació en mi rostro y mi inconformismo no se hizo esperar, cual gavilán esperando el más leve movimiento de su presa, deposite mi vista al blanco, un inofensivo niño que no era más alto que mi cintura, tierno llevaba entre las manos vacías la suciedad que solo era evidencia de una tarde llena de alegrías en el monte, donde la hierba agradecida por su visita se quedo entre sus uñas que ahora exigían una cita con el jabón. Aquella criatura bajo del vehiculo, e inmediatamente me precipite sobre su asiento en blanco donde me esperaba la ventanilla cerrada. No espere a encajar mis zapatos dentro de la cavidad del asiento posterior ni mucho menos deje a mi espalda hacer complicidad con el respaldar. En un santiamén aquel vidrio estaba lejos de su lugar hermético y una vez más los sentidos salieron a su patio personal a interactuar.
Cuando reanudaba mi compromiso con el golpe de los aires que es un impacto que no duele, las interrupciones empezaron a asomarse, el recolector recaudaba las monedas y era mi turno, moví los cierres de mi maleta y atine a darle mi peaje ignorando el boleto de venta. Segundos después las luces rojas divorciaban mi unión con mi fetiche de viajero, y las vendedoras de golosinas lanzaban gritos llenos de nombres provocadores ricos en glucosa. Yo ensimismado, solamente pertenecía a mi ceremonia con las ventiscas que me suministraba la morada noche. Nada parecía dibujar mejor un gesto blanco en mi boca que los zumbidos llenos de soplo.
Intempestivamente la pierna derecha del coronel se hundió en la profundidad de la base de la máquina de hojalata, el freno no solo paralizo mi idilio sino también mi ininterrumpida quietud. El paradero sentenciaba el juicio de mi odisea figurativa, como un preso que lo dejaban absuelto, fui abortado del vehículo que se hacia diminuto con cada esquina que abandonaba, a lo lejos quedaba mi superficie humana helada reflejada en el espejo retrovisor.
#G
Anoche, Gercar lo dijo
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